viernes, 11 de octubre de 2013

HALLAN LOS ESCOMBROS DE UN SISTEMA PLANETARIO QUE PUDO ALBERGAR VIDA.


Madrid día 10/10/2013 - 19.52h


El telescopio espacial Hubble descubre por primera vez pruebas de agua y rocas en los restos de un planeta que fue devorado por su estrella hace 200 millones de años

Un equipo de astrónomos ha mostrado por primera vez pruebas concluyentes de agua y de una superficie rocosa en un objeto extrasolar, dos elementos que suelen considerarse esenciales para la vida. La mala noticia para quienes esperan con impaciencia el hallazgo del primer exoplaneta gemelo de la Tierra es que aquel mundo, si lo fue, ya no existe. Hace 200 millones de años, cuando la Tierra entraba en el reinado jurásico de los dinosaurios, la estrella GD 61 moría al transformarse en una enana blanca, arrastrando a una parte de su corte planetaria que quedaba destrozada por el enorme tirón gravitatorio.

Se ha registrado ya casi un millar de planetas orbitando otras estrellas, la gran mayoría en nuestra propia galaxia. Y sin embargo, es un camino que apenas hemos comenzado a recorrer: de acuerdo a las estimaciones de los expertos, la cifra de planetas en la Vía Láctea se mueve en el rango de los cientos de miles de millones. Entre los exoplanetas confirmados hasta ahora predominan los gigantes gaseosos similares a Júpiter y con temperaturas abrasadoras. No obstante, el catálogo de estos mundos incluye también un número de planetas que probablemente tienen un suelo firme que pisar. Se ha detectado la presencia de agua en la atmósfera de algunos exoplanetas gaseosos, pero ambos ingredientes, roca y agua, aún no se habían demostrado en un mismo objeto.

“Esos dos ingredientes, agua y una superficie rocosa, son claves en la búsqueda de planetas habitables fuera de nuestro Sistema Solar, así que es muy emocionante encontrarlos juntos por primera vez”, comenta Boris Gänsicke, astrofísico de la Universidad de Warwick (Reino Unido) y uno de los tres autores del estudio publicado en la revista Science.

Una estrella en Perseo

Gänsicke y sus colaboradores han estudiado una estrella relativamente cercana, a unos 170 años luz de la Tierra, en la constelación de Perseo. En sus días de gloria tuvo tres veces la masa de nuestro Sol, pero hoy es una enana blanca, la fase final en la vida de muchas estrellas, un estado caracterizado por una densidad tan alta que su tirón gravitatorio absorbe y destruye muchos de los planetas y asteroides en su órbita. Los restos de estos objetos quedan dispersos alrededor de la estrella, contaminando su atmósfera. “Este cementerio planetario girando en torno a las brasas de su estrella es una rica fuente de información sobre su antigua vida”, señala Gänsicke. Así, los científicos pueden detallar su composición química diseccionando el espectro luminoso de esta nube de polución estelar, ya que cada elemento produce una firma espectral distinta.

Los investigadores estudiaron el espectro de emisión ultravioleta de la estrella GD 61. Dado que la atmósfera terrestre bloquea la mayor parte de este tipo de luz, emplearon el telescopio espacial Hubble, complementando el análisis con datos obtenidos por el observatorio Keck, en la cima del volcán hawaiano de Mauna Kea (EE.UU). Toda la información obtenida se introdujo en un modelo informático desarrollado por el coautor del estudio Detlev Koester, de la Universidad de Kiel (Alemania), y el ordenador se encargó de reconstruir la composición química original de lo que probablemente fue un planeta enano de al menos 90 kilómetros de diámetro, quizá mucho mayor.

Los espectros revelaron la presencia de magnesio, aluminio, silicio, calcio y hierro, componentes habituales de las rocas. Pero además, había una cantidad de oxígeno que excedía en mucho lo que podía atribuirse a un origen mineral. “Este exceso de oxígeno puede corresponder a compuestos de carbono o bien al agua, pero en esta estrella casi no hay carbono, así que debía haber agua en grandes cantidades”, razona Gänsicke. “Se trataba de un asteroide rocoso con mucha agua, posiblemente en forma de hielo bajo la superficie, igual que ocurre en algunos asteroides de nuestro Sistema Solar, como Ceres”. Los científicos calculan que el asteroide o planeta enano contenía un 26% de agua. Nuestro planeta, con la mayoría de su superficie cubierta por océanos, apenas llega al 0,023%. Los expertos piensan que toda el agua de la Tierra procede de la colisión de asteroides húmedos similares al de GD 61.
Ladrillos básicos de la vida

El director del estudio, el astrónomo de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) Jay Farihi, subraya que el hallazgo “significa que los ladrillos básicos de planetas habitables existieron, y quizá aún existen, en el sistema GD 61, y probablemente también en otras estrellas parecidas”. Las implicaciones del hallazgo van mucho más allá de un antiguo asteroide rocoso y húmedo. “Estos ladrillos y los planetas terrestres construidos con ellos pueden ser algo común; un sistema no puede crear cosas tan grandes como asteroides evitando crear planetas, y GD 61 tenía los ingredientes para aportar grandes cantidades de agua a sus superficies”, argumenta Farihi. “Con toda seguridad en este sistema pudo haber planetas habitables”, afirma.

De hecho, quizá aún los haya. Según Farihi, para que este objeto fuera expulsado de su órbita hacia su estrella, fue necesaria la influencia de un planeta mucho mayor. “Para que los asteroides pasen lo suficientemente cerca de la enana blanca y sean destruidos y devorados, deben ser empujados desde el cinturón de asteroides por un objeto masivo, como un planeta gigante”. “Esto sugiere que originalmente la estrella tenía todo un complemento de planetas terrestres y probablemente gigantes gaseosos, un sistema complejo como el nuestro”.

No es lo único que nuestro Sistema Solar comparte con el de GD 61. También, con toda probabilidad, sufriremos el mismo final. Un lejano día, dentro de unos 6.000 millones de años, el Sol habrá quemado todo su combustible y tal vez entonces se convierta en una enana blanca, cuya enorme gravedad comenzaría entonces a aspirar y destrozar su corte de planetas. Para los autores del estudio, su trabajo es “una mirada a nuestro propio futuro”, ya que quizá entonces un equipo de astrónomos alienígenas estudie los escombros rocosos en torno al difunto Sol y llegue a la conclusión de que el astro pudo un día sostener vida a su alrededor.

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