Detalle de las figuras de Pusharo en las selvas del Manú
AQUELLAS SELVAS DEL ENMARAÑADO ANTISUYO INCAICO QUEDARÁN EN MI MEMORIA PARA SIEMPRE. FUE ALLÍ DONDE CONOCÍ A UNO DE LOS HABITANTES DEL REINO SUBTERRÁNEO. ESA EXPERIENCIA CALÓ HONDO EN MI CORAZÓN Y DESDE ENTONCES TODOS MIS ESFUERZOS HAN SIDO CANALIZADOS HACIA LA INVESTIGACIÓN Y DIFUSIÓN DE LOS INTRATERRESTRES. MI INTENCIÓN ES ACERCAR SU MENSAJE A UN PÚBLICO QUE ESTÁ EMPEZANDO A DESPERTAR DE SU LETARGO. QUE INTUYE QUE HAY “ALGO MÁS” QUE NO LE HAN CONTADO Y QUE FORMA PARTE DE SU PROPIA ESTANCIA EN LA TIERRA. LA EXISTENCIA DE ESOS SERES PONE EN RELIEVE UNA CADENA DE ENIGMAS QUE NOS INVOLUCRA DESDE EL ORIGEN DE LOS TIEMPOS. EN OTRAS PALABRAS, LA HISTORIA REAL DEL HOMBRE EN LA TIERRRA Y SU MISIÓN DENTRO DEL ORDEN DE UN “PLAN CÓSMICO”.
En 1996 llevé a cabo mi primera expedición a Paititi. Confieso que el objetivo de ese viaje no lindaba con la investigación de los misterios incas, y mucho menos rastrear el paradero del Disco Solar. Había sido “invitado” por un ser que parecía estar construido de luz y que se había materializado en mi dormitorio ante mi asombro. Fue una noche de mayo de 1995, en la casa de mis padres, en Orrantia del Mar (Lima). Aquella figura luminosa, tan radiante que no podía ver el rostro de la “aparición”, se presentó con el nombre de Alcir, un enviado del Paititi que se hallaba proyectado “holográficamente” desde una instalación subterránea en las selvas del Manú.
En su breve mensaje me dijo que Paititi en realidad era una vieja instalación subterránea, y que nos conoceríamos en las selvas del Manú como parte de un contacto programado.
Qué decir de todo esto…
Luego de esa experiencia, una cadena de hechos extraordinarios y sincronicidades me llevaron a formar parte de una expedición a la selva, conformada por seis personas de Perú y el Uruguay. Fue un viaje mágico, pero largo e intenso: más de 45 días de expedición. Empezamos en Tiahuanaco y el lago Titicaca, luego nos dirigimos a la comunidad de los indios Q’ eros en las alturas de Paucartambo en Cusco ―con caminatas a más de 5.000 metros sobre el nivel del mar y las pesadas mochilas a las espaldas― para luego descender a la selva de Madre de Dios, camino al Río Sinkibenia, que se piensa es la ruta que lleva a Paititi. Todo esto lo detallo en mi primer libro “Los Maestros del Paititi”.
Para quienes no estén familiarizados con el enigma que encierra esa ciudad perdida en la selva peruana, comparto aquí un resumen con sus principales e incómodas anomalías.
El último bastión de los Paco Pacuris
Julio C. Tello ―padre de la arqueología peruana― sostuvo hasta su muerte, en 1947, que el origen de las poblaciones de los Andes debe buscarse en la selva amazónica. Al parecer, no se hallaba muy lejos de la verdad: el gran manto verde del oriente peruano esconde una secreta civilización que habría mantenido importantes lazos con el Imperio del Sol en Cusco. Viejas leyendas recuerdan aquel centro supremo como Paititi.
Ya entrado el siglo XVII corría como reguero de pólvora la noticia de esa ciudad fantástica, esquiva y misteriosa, que según la tradición andina alberga los tesoros perdidos del incanato. Algunos libros, inspirándose en crónicas antiguas o en relatos de nativos indígenas, abordaron el enigma logrando con ello generar un mayor interés. Penosamente, todo esto disparó la ambición y codicia de muchos exploradores que, de inmediato, se lanzaron a organizar ambiciosas expediciones en pos de oro y tesoros, como ocurriría también en Ecuador con Llanganati ―una zona de lagunas donde el general del Inca Huayna Cápac, Rumi Ñahui, habría escondido tesoros para que no caigan en manos de los españoles―. En el caso de Paititi, en la mayoría de aquellos intentos lo único que se logró fue un desenlace fatal al profanar las sagradas selvas del Antisuyo. No es cosa fácil aventurarse en aquella región que se protege como si tuviera vida propia.
Quizá lo que más ha contribuido al conocimiento de la existencia del Paititi son los petroglifos de Pusharo. Estos extraños grabados en piedra habrían sido descubiertos en 1921 por el misionero dominico Vicente de Cenitagoya, encontrándolos en una gigantesca roca que se acomoda a orillas del río Sinkibenia, considerado sagrado por los indios “guardianes” de la zona, los machiguengas. Más tarde, esos petroglifos fueron observados por numerosos exploradores. En 1970, el sacerdote y antropólogo A. Torrealba fotografió y estudió los extraños grabados. Hoy en día todos los investigadores coinciden en que los petroglifos no fueron hechos por los incas; entonces, ¿quién los hizo?
Pusharo no es la única evidencia de una obra humana en las selvas del Manú, también se han encontrado numerosas ruinas y caminos parcialmente pavimentados. Las pirámides de Paratoari son una prueba fehaciente de estas obras. Diversos estudios demuestran que estas grandes moles no serían producto de la naturaleza, sino de la mano de una civilización aún desconocida. Estos emplazamientos saltaron en los teletipos de la prensa gracias a un método científico de observación.
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